"Aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo”. J. Santayana
Pulacayo: socavones, historias de plata y plomo, revolución y lágrimas. Pulacayo: la segunda mina de plata más grande de Bolivia; gestor de hazañas mineras y tecnológicas; cuna de hazañas políticas. Un epicentro de fortuna y sacrificio; de logros empresariales y reivindicaciones obreras que debían ser cantadas a través de siglos. Era la intención de Pulacayo: dejar huella indeleble en la historia, asegurar que se respete su pasado, que se reconozca su legado
La historia y los hombres son ingratos. El olvido es demasiado fácil. Visitar Pulacayo hoy es como entrar en universo paralelo: todo es igual, pero congelado. El testimonio de décadas de trabajo está allí, pero nadie lo recuerda. La poderosa mina sobrevive con su estructura casi intacta, pero no mueve nada. El fabuloso Pulacayo no tiene vida y, peor, ha perdido la memoria.
Yo conocí esta poderosa mina en épocas de la Comibol, en sus años de gloria revolucionaria, cuando era políticamente famosa no sólo por sus aparentemente inagotables vetas de plata y plomo, sino por haber sido el escenario de la entrega de la "Tesis de Pulacayo” de 1946, que fue como haber engendrado una gran parte de la Revolución del MNR: un fundamento para la Nacionalización de las Minas. Era entonces un lugar ruidoso, desordenado y vibrante de ideales; lleno de camiones, máquinas y trabajadores moviéndose por doquier.
Hoy, Pulacayo -lugar que bien vale una visita- está envuelto en el silencio, pero toda su historia quedó allí, y cualquiera con interés en el alma boliviana, esencialmente minera, debería hacer un peregrinaje hasta sus puertas, recorrer sus calles y sus logros porque allí está todo un testamento de socavones, y sacrificio, visible y preservado como un insecto prehistórico en ámbar.
Si uno llega hasta allí, lo primero que ve en Pulacayo es un soldado joven, impecablemente uniformado y armado de un rifle, quien hace guardia sobre algo que no conoce y no comprende.
No ha oído hablar de Hochschild; ciertamente no ha visto la plata procesada en el ingenio, no ha conocido a los hijos de los aguerridos mineros que marcharon a La Paz.
Hoy, Pulacayo es limpio. No hay basura ni graffiti extremo. Todo está cuidadosamente preservado con testimonios de diferentes épocas: maquinaria y locomotoras de la Empresa Hochschild; logos y oficinas de la Comibol, un par de graffitis del MRTK: pedazos del silencio de una noche prematura. Todavía hay un remanente de actividad: una pequeña cooperativa trabaja en esos cerros y no destruye lo edificado en el pasado. Ellos deambulan sobre un cuerpo exánime, casi como si caminaran sobre ruinas del desierto.
Hay letreros que proclaman que Pulacayo es un museo. Se puede visitar la antigua enfermería, la maestranza, la escuela, la hilandería y el ingenio, así como las oficinas de administración y del control obrero. Todo está allí, menos las fuertes manos morenas que manejaban las herramientas. Todo menos la vida.
Sin embargo, por las graderías de la cancha, por las calles que van al ingenio o a la repudiada pero esencial pulpería, siguen vagando, invisibles para casi todos, los fantasmas de Pulacayo: don Mauricio, soñando desafíos; Juan Lechín valiente e invencible; Guillermo Lora, cabellera al viento y el iracundo puño levantado hacia el cielo. Allí deambulan, pero -aún en estos tiempos que proclaman el triunfo de los trabajadores- nadie los recuerda. Trágico. Sin recordar, sin memoria de los hechos y actores de nuestra compleja historia ¿volveremos a cometer los mismos errores, y más?
FUENTE Página Siete - Lupe Andrade Salmón
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